Puedo dar fe de la pulpa de las peras,
del jugo lechoso de las manzanas amarillas,
del vino rojo, espeso y dulce de los mangos
escurriendo entre mis dedos,
del perfume edénico del limonero
en la medianoche de las neblinas
y de esta fragancia frutal que me lleva
por el aire del trópico
frutanauta encantado.
Puedo dar fe, otra vez,
de las mandarinas que nos presienten
desde sus cascos de suave almíbar
de los aguacates que se pliegan a las cucharas
con la suavidad de un beso,
del melón en la nítida luz de la mesa,
de las guanábanas abiertas en la tierra
desgajadas al mundo desde su leve madurez,
de los zapotes derramados a la avidez del ojo,
su fibra de miel desnuda,
su impúdica pulpa
exhibida en la carreta
entre el ardoroso atardecer de un lunes santo.
Puedo dar fe del viscoso almíbar de los caimitos,
de su néctar más hondo.
¡Ah!, qué decir de las badeas,
su frondoso techo vegetal
sobre nuestro vocerío infantil,
sus jugos saciados por la sed de los pájaros,
perfume ventilando el recuerdo.
También sé que las piñas guardan
la húmeda serenidad de los azúcares recónditos,
que la papaya juega a ser humilde
y es doncella de insospechadas lujurias.
Me perdonan las frutas que ahora no puedo recordar,
pero la carne tierna de las pipas,
cocos mecidos en el parto de las palmeras,
confirma otro motivo para estar vivo.
Doy gracias por el agua del coco
dulce como tus pezones
entre el sueño de las sábanas,
bebida silvestre a la boca del errante,
agua destilada del océano,
savia venida del corazón de las ballenas.
Gracias doy por estos dones;
gracias, muchas gracias!
Por Medardo Arias Satizábal
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